sábado, 7 de enero de 2012

Bell ha llegado hundida de la Facultad. Cuando nos cruzamos en el medio del pasillo, encoge los hombros y aparta la cara para que no vea que está al borde del llanto. Sin dirigirme una sola palabra, camina casi arrastrándose hasta el cuarto del fondo, la Habitación de los Relojes.A pesar de que nunca he entrado con ella, la conozco lo suficiente como para predecir que permanecerá encogida en el suelo hasta que el latido de las máquinas la inste a hacer algo. Después, su mirada perdida se encenderá durante un momento para dar paso a la creatividad, y pintará hasta caer dormida. Y, mientras tanto, Oliver estará con ella porque Bell se ha empeñado en que así sea: los relojes que ha coleccionado tan afanosamente son como el latido de su corazón, los retratos le devuelven una serena mirada de ojos castaños.
Apoyo la frente en la pared. Escucho el sosegado tic-tac de una de esas máquinas diabólicas. Me ponen nervioso. La habitación de los relojes en sí me pone los pelos de punta: es siniestra, con pocas ventanas, y las paredes sepultadas por péndulos y agujas que marcan la hora.
Bell se ha convertido en algo así. Distante, oscura. Rara vez brilla en sus ojos aquella luz que tanto solía amar. Sus ojos ya no son ventanas a su interior, sino muros infranqueables. Apenas sonríe.
Me pregunto por qué, a pesar de que Bell está rota, sigo amando cada uno de los trozos que la componen.
Me pregunto... Si yo también he cambiado.
La sola perspetiva de no ser yo me aterroriza. Y, mientras tanto, el reloj sigue sonando en mi mente y en el corazón de Bell.

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